
La criatura que desafió las reglas del coleccionismo.
Un muñeco de peluche con colmillos de tiburón. Un colgante que baila en el asa de un bolso de diseño. Una pieza de colección que alcanza cifras de seis dígitos en subastas privadas. Labubu, esa criatura de ojos saltones y pelaje disconforme, no nació en el cine ni en un best–seller de librería, sino en la imaginación de Kasing Lung, un ilustrador de Hong Kong fascinado por el contraste entre lo adorable y lo inquietante.
Los coleccionistas lo saben bien: la línea “The Monsters” de Pop Mart, aquella en la que Labubu sirve de estrella principal, no fue el primer experimento en cajas ciegas, pero sí el más contundente. El misterio de no saber qué muñeco se esconde tras la bolsa sellada activa un impulso tan primario como coleccionar cromos o pulsar el botón de una tragaperras: la emoción de lo inesperado. Pero Labubu añadió un giro: no era un monstruo de arcade de los ochenta, ni una mascota pastelosa; era una visión que coqueteaba con el diseño de vanguardia y la estética underground, y su sonrisa afilada así lo advertía.
Al desplegar una caja ciega de Labubu por primera vez, surge el mismo escalofrío que describen los coleccionistas veteranos: el papel cruje, el plástico se quiebra, la figura aparece con un guiño desafiante. Ese instante, breve, traza un puente entre la infancia de buscar el juguete sorpresa dentro de un huevo de feria y la adultez de pagar cientos de euros por un objeto considerado “de diseño”. Ese puente, tan frágil como un hilo tensado, es el secreto de Labubu: evocar recuerdos sin denominarlos, seducir con una estética cifrada.
Las ediciones limitadas son la savia de este fenómeno. Mientras otras líneas de figuras de diseño cumplen calendarios de lanzamiento predecibles, Pop Mart controla deliberadamente la producción: un molde puede agotarse en minutos, una variante cromática recortarse a unas pocas decenas de unidades. La obsesión crece al ritmo inverso de la disponibilidad. En Japón, cuna de los coleccionistas extremos, aparecen ediciones exclusivas con detalles de pintura o pelaje que jamás llegan al resto del mundo. Ese estatus de “rareza local” hace que los Labubus japoneses se paguen a la par de la moneda fuerte, con precios de salida en torno a los 50 € que, en reventa, llegan a triplicarse.
Esa escasez artificial no sería suficiente sin la viralización en redes sociales. En TikTok o Instagram, los “unboxings” de Labubu funcionan como ritual colectivo: miles de usuarios muestran la intervención de la criatura en sus vidas, la colocan en bolsos de Gucci o cadenas de K-pop, la cuelgan de mochilas de estudiantes de arte. Ese desfile digital refuerza su valor simbólico y económico: no solo hay que poseer un Labubu; hay que exhibirlo bajo el foco de la comunidad global.
En la práctica, el fenómeno ha generado una microeconomía: anuncios in situ de reventa en Mercari o Yahoo! Auctions Japan, colas nocturnas frente a tiendas Pop Mart que abren a primera hora, grupos de WhatsApp donde se reagrupan simpatizantes para compartir enlaces y patrones de lanzamiento. Y en el extremo opuesto del espectro, crece la alarma por copias falsificadas —los “Lafufu”— con materiales de calidad inferior, que amenazan la confianza de los coleccionistas menos experimentados.

El elemento sorpresa, como recuerdan los estudios de juego histórico, no es un recurso novedoso: los premios dentro de cajas de cereales o las bolsitas de la suerte japonesas lo introdujeron hace décadas. Pero Labubu lo actualiza: añade un diseño conceptual que hace que la expectativa de descubrir un ojo de color diferente o un pelaje moteado se convierta en acto de adoración. Y esa adoración se mide en cifras —hay versiones que llegan a los 150 000 € en subasta— y en filas que obligan a cerrar temporalmente tiendas ante el empuje de la multitud.
Sin embargo, el valor real de Labubu no radica solo en la especulación. Habla de un cambio en el coleccionismo, donde la pieza deja de ser refugio de nostalgia y se convierte en archivo de tendencias culturales. El perfil de quien compra un Labubu suele coincidir con el de quien colecciona sneakers de edición limitada, juguetes artísticos, figuras de autor: todos buscan objetos que desafían los límites entre diseño, arte y consumo.
Para adquirir un Labubu japonés, servicios como Remambo se han especializado en romper barreras de idioma, logística y mínimos de pedido. Esa infraestructura de intermediación confirma que Labubu ya no es un juguete local, sino un activo financiero global. Quien entra en este ecosistema sabe que cada pieza baja guarda la posibilidad de un hallazgo extraordinario —un color secreto, un molde alternativo— y que el valor cultural se traduce en valor de mercado.

Tras el estallido de 2019, cuando Pop Mart vio sus ingresos dispararse a miles de millones de dólares gracias a “The Monsters”, Kasing Lung y su criatura peluda supieron que habían tocado una fibra sensible: la del coleccionista que, sin pretenderlo, reencuentra un vértigo infantil en la adultez del gasketing. Labubu no promete remedios ni definiciones; su propósito es reclamar un espacio entre lo adorable y lo perturbador, entre el abrigo cálido de una juguetería de barrio y la vitrina fría de una galería de arte.
Quizá el día que deje de verse una fila ante Pop Mart marque el final del furor, o tal vez nuevas variantes, colaboraciones de moda o expansiones narrativas mantengan el fuego vivo. Lo único cierto es que Labubu, con su intrigante sonrisa, ganó un lugar en el archivo del coleccionismo contemporáneo: un peluche afilado que enseñó que, a veces, lo más valioso no es lo que está a la vista, sino lo que se oculta en la caja misteriosa.
¿Qué dice la moda de las cajas ciegas sobre los consumidores actuales?
El concepto de las cajas ciegas no es nuevo. Retoma una antigua fascinación por el misterio y el azar, según Michelle Parnett-Dwyer, curadora del Museo del Juego Strong en Rochester, Nueva York.

Piense en los premios de las cajas de cereales, los juguetes en cápsula de las máquinas expendedoras o las bolsas de la suerte japonesas, que son bolsas selladas llenas de artículos aleatorios para que los minoristas se deshagan de los artículos sobrantes, dijo Parnett-Dwyer. Incluso las tarjetas coleccionables, como las de Pokémon y Yu-Gi-Oh, ofrecen una emoción similar.
Reconectarse con el niño interior es, en última instancia, algo positivo.